Silenciosa, antropogénica y desestimada. Fue así como, en sólo 15 años, la enfermedad terminal se propagó en toda América Latina. Incluso los científicos de la época no creían que fuera real. Los ecosistemas selváticos y húmedos en Panamá se plagaron de Batrachochytrium dendrobatidis, un tipo de hongo que invade la piel de las ranas y las asfixia sin remedio. En la década de los 70, nadie tenía idea de que las poblaciones de anfibios en el mundo estuvieran desapareciendo a raíz de esta infección.
No fue hasta 1990, durante el Congreso Mundial de Herpetología, que diversos investigadores se vieron forzados a admitir que diferentes especies de ranas estaban al borde de la extinción. Ya no se les observaba en los ríos, selvas ni en otros de sus ecosistemas naturales. La causa de la desaparición masiva era todavía una incógnita.
Pantanos y bosques en todo el mundo se habían quedado en silencio. En lugar de retumbar con la cacofonía del canto de las ranas, apenas un rumor discreto y lúgubre se podía distinguir en los espacios naturales. El patógeno letal estaba terminando con el funcionamiento normal de la piel de los anfibios, que no podían soportar más de una semana con la infección en el organismo.
Fue entonces que los biólogos empezaron a preocuparse por una especie en específico: el sapo dorado costarricense no se había visto en ningún lugar desde 1989.
Se estima que casi 200 especies de ranas fueron exterminadas por el hongo. El sapo dorado costarricense (Incilius periglenes) tiene la particularidad de que gesta a sus crías en el estómago. De entre la diversidad de especies afectadas por el Batrachochytrium dendrobatidis, ésta fue la víctima más severamente impactada.
En lugar de abundar en la naturaleza, esta especie ahora se conservan en espacios de menos de 30 metros cuadrados, bajo el cuidado estricto de biólogos especializados en cautiverio. Aunque no son las condiciones idóneas, ciertamente han sido un éxito después de la disminución dramática que se dio en los 70.
Después de 40 años de la crisis, se sabe que la causa original de las pérdidas fueron las primeras pruebas de embarazo. A raíz de la creación de alternativas para las pruebas de embarazo que comenzó en las últimas décadas del siglo XX, el comercio internacional de la especie de anfibio africano Xenopus laevis se convirtió en una práctica ampliamente extendida.
El problema real empezó cuando el hongo migró a otras partes del mundo, en las que los anfibios no contaban con la protección natural que necesitaban en la piel. La prueba de la rana, como se conoció durante la prueba de los 60, se trató de un método que fue explotado ampliamente en zonas rurales por lo barato que era.
Se inyectaba la orina de la paciente a la rana. Quienes estaban embarazadas, estimulaban la ovulación en los anfibios como consecuencia de la gonadotropina coriónica humana (hCG), hormona que se produce durante el embarazo.
Si el animal desovaba en menos de 24 horas, resultaba que la mujer estaba encinta. A la par, el ejemplar sobrevivía y podría ser reutilizado para pruebas posteriores, con espacios de tiempo de 40 días. Fue así como el hongo se dispersó por otras partes del mundo.
Para contrarrestar el efecto letal que ha tenido el hongo en ríos y bosques, algunos expertos recomiendan aumentar ligeramente la salinidad de las aguas. De esta forma, asegura, las tasas de infección se podrán reducir drásticamente, y así, será más sencillo asegurar la supervivencia de una amplia diversidad de anfibios.
Un análisis más profundo revela que, si se pudiera encontrar una manera a nivel genético de prevenir las infecciones, el problema podría atacarse de raíz. Mientras tanto, los métodos de rescate se han enfocado en la captura de ejemplares en la selva para reproducirlos en cautiverio, de manera que las poblaciones puedan restablecerse poco a poco. Sin embargo, la esperanza principal recae en la actualidad en que las especies puedan desarrollar una resistencia natural hacia el hongo.