Tierra

Así se estudia a los tardígrados en México

Sin embargo, en México la fauna tardígrada es poco conocida. Un nuevo proyecto, que conjunta a investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Instituto Politécnico Nacional, planea cambiar eso.

Puede que los tardígrados sean prácticamente invisibles, pero Jazmín García Román sabe dónde se ocultan. Contrario a lo que podría pensarse de los llamados “seres más resistentes del planeta”, no hace falta entrar al cráter de un volcán o viajar a un inhóspito glaciar para encontrarlos.

En cambio, marchamos por el Ajusco, un parque nacional al sur de Ciudad de México donde las familias suelen andar en bicicleta o hacer senderismo los fines de semana. Tras menos de una hora de caminata, Jazmín, bióloga del Instituto Politécnico Nacional (IPN), ve el sitio perfecto para colectar estos peculiares microinvertebrados.

Se sienta en el lodo y saca de su mochila una pluma y varios sobres manila. En una de sus caras anota las coordenadas y la altitud. Luego, con naturalidad, comienza a despegar de la tierra colchoncitos de verde y brillante musgo que mete con cuidado en las bolsas de papel.

“Aquí viven”, dice.

“Los tardígrados pueden reducir su metabolismo o detenerlo por años”, explica Jazmín, mientras con una navaja separa una almohadilla esmeralda bien adherida a una roca y la guarda en otro sobre ya etiquetado; si los científicos descubren cómo funciona este mecanismo, podríamos usarlo para entrar en un estado de suspensión y realizar largas travesías por el Universo.

Investigadores buscan tardígrados en rocas y musgo. Fotografía: Saraí Rangel (Muy interesante)

Los diversos hábitats de los tardígrados

Pese a lo soso que el musgo pueda parecer, se trata de un hábitat ideal para los tardígrados. Su capacidad para retener agua y resistir a la desecación les provee de una película líquida permanente donde vivir.

“Son acuáticos”, añade García Román, aunque también habitan en el hielo o en ambientes marinos, donde son más difíciles de colectar, detalla.

Hace más de 250 años que los “osos de agua” fueron vistos por primera vez nadando en su microcosmos. Desde entonces, despiertan más preguntas que respuestas.

Por años, sus habilidades y excepcional apariencia los hicieron saltar de un grupo taxonómico a otro en la clasificación de los seres vivos; desde ser catalogados como artrópodos (tal como las pulgas o los ácaros) hasta emparentarlos con un raro filo de gusanos aterciopelados con patas (onicóforos).

Una especie aparte y misteriosa

Hoy, los tardígrados se consideran una “cosa” completamente aparte de cualquier otra conocida, aunque de alguna manera ligada a estos dos (los tres forman un superfilo denominado Panarthropoda).

La realidad, señala Enrico Ruiz, del Departamento de Zoología de la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del IPN, “es que se trata de un grupo poco conocido”. A pesar de su reciente fama, en todo el orbe sólo se han registrado alrededor de 1,300 especies, y aspectos básicos sobre su ciclo de vida siguen sin ser del todo comprendidos.

“Con sinceridad, no sabemos con quién estamos tratando”, concede.

Para Jazmín García esto no es ninguna sorpresa. “Es un grupo muy difícil para trabajar”.

Además de su tamaño diminuto —las especies más grandes miden apenas 1,200 micras (µm), en tanto las pequeñas no superan el diámetro de un cabello humano— debes tener muy buen ojo para diferenciarlos de otra microvida como protozoos, nemátodos y rotíferos.

“Puedes pasar horas viendo musgo en el microscopio, pero si no los sabes buscar nunca en tu vida los verás”, agrega.

El que a nivel mundial poca gente se dedique a estudiarlos tampoco ayuda. Las especies descritas hasta ahora provienen del esfuerzo de sólo 320 autores, de acuerdo con un recuento publicado recientemente por Jazmín.

“Hay unos 280 tardigradólogos ahora en el mundo; la mayoría en Europa”, dice. En México, a principios del siglo XXI prácticamente nadie se dedicaba a esto, y hoy sólo existen tres grupos que publican sus hallazgos en revistas científicas: uno en el norte, otro en el sureste y uno más en el centro del país al que ella y Enrico pertenecen.

“Tenemos una deuda pendiente con los tardígrados mexicanos”, reconocen los especialistas. Aunque somos uno de los países con mayor biodiversidad global, sólo se han registrado poco más de 70 especies de este filo aquí.

Es por eso que, cual Linneos modernos, el equipo de biólogos se ha propuesto descubrir y clasificar la diversidad tardígrada mexicana y determinar dónde habita cada especie.

“Con estos estudios —prosigue Mariana García León, estudiante de licenciatura de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), quien este año se unió al grupo de tardigradólogos— estamos abriendo un nuevo campo en la investigación en México, y eso es muy emocionante”.

Gorditos y bonitos

Alba Dueñas Cedillo quedó cautivada por los ositos de agua hace unos 14 años. Le sorprendía lo poco que se sabía de ellos. “¿Por qué nadie los estudia?”, pensaba.

La mayoría de sus compañeros —biólogos del IPN— nunca habían visto uno; ni siquiera sus maestros conocían especialistas que pudieran enseñar a Alba a buscarlos. De manera autodidacta, ella y un amigo comenzaron a recoger musgo en el cual imaginaban que podía haber tardígrados. Ponían el mazacote en remojo y pasaban horas en el laboratorio revisando ese “jugo”, gota por gota, bajo el microscopio.

“El agua de hidratación hace que todo se suelte (incluidos los tardígrados, que tienden a aferrarse a los tallos con sus diminutas garras) y lo puedas ver en el agua”, cuenta.

Pronto entendió por qué casi nadie los investigaba: veía polen, ácaros, colémbolos, rotíferos, nemátodos, todo tipo de vida microbiana… pero no tardígrados. “Era probar una y otra vez hasta que tus ojos ya no podían más”. Leyó que las muestras debían tamizarse.

Recicló tamices de otros laboratorios y volvió a la carga.

Para este punto sus colegas bromeaban: “No existen, Alba, buscas polvo… son imaginarios”.

“Debe de haber”, se repetía. Escribió a un equipo de especialistas italianos que le recomendaron reducir el tamaño de sus muestras, agitar y filtrar. Entonces, por fin, vio algo moverse. “Creí que me lo imaginaba”, recuerda.

Muchas veces se había engañado con pasto y otros microorganismos. Tras enfocarlo mejor no le quedó duda: era un tardígrado.

“Esa primera vez fue sumamente emocionante”, cuenta Alba, quien en fechas recientes se doctoró. Ahora enseña a otros, como Jazmín, a sacar de su escondite a estos escurridizos y trabajar con ellos. “A todos les gusta verlos”, presume cuando las visito en el Instituto de Biología de la Universidad Nacional Autónoma de México (IBUNAM), donde ambas politécnicas colaboran. Como si se tratara de un ritual de bienvenida, me invitan a observar por el microscopio.

Alba Dueñas Cedillo quedó cautivada por los ositos de agua hace unos 14 años. Le sorprendía lo poco que se sabía de ellos. “¿Por qué nadie los estudia?”, pensaba. Fotografía: Saraí Rangel (Muy interesante)

“Cerdito” u “osito” de agua son nombres perfectos para describir a la diminuta y regordeta criatura al otro lado de la lente. Como un perrito de las praderas olfateando el aire o la rolliza oruga de Alicia en el País de las Maravillas, el animáculo se levanta sobre sus rechonchas patas traseras y se mantiene ahí unos segundos. Sus movimientos torpes y lentos lo hacen ver un poco tierno; bonito, incluso.

“No tienen articulaciones”, me comentan. “Para desplazarse van moviendo sus apéndices por medio de diferencias de presión, como un acordeón”. Justamente a esa peculiar y pasmosa manera de andar deben su nombre: tardígrada que viene del latín tardus (lento) y gradi (caminar). A pesar de ello, lo cierto es que avanzan con mucha facilidad.

“Son más rápidos de lo que parecen”, admite el estudiante de maestría Cuauhtémoc Felipe Amezcua, encargado de los análisis moleculares. “Para manipularlos y extraer su ADN usamos micropipetas, pero a veces se sujetan con sus garras al plástico o quedan pegados en el borde y se nos pierden. Son traviesos”. Parece que la paciencia es fundamental para trabajar con estos seres.

Barriendo fronteras

Durante un rato miro fascinada al orondo tardígrado aspirar todo a su alrededor. Bajo lo que parece ser su boca resguarda un aparato bucal singular. “Esas estructuras se llaman estiletes y son las encargadas de succionar el material nutricio de su alimento”, amplía Alba.

Algunas especies sólo comen plantas; otras, como esta, se alimentan de diversos microorganismos, incluso de tardígrados más pequeños. El equipo afirma que tuve suerte de ver a uno vivo. Este musgo fue colectado en 2021 y, por tanto, el glotón llevaba casi un año dormido. Si bien bastó un poco de agua del grifo para “despertarlo”, no es una estrategia a prueba de errores.

“Tenemos esta idea equivocada de que todas las especies son superresistentes, pero no”, dice Alba Dueñas. “Si no, ¿cómo te explicas que en la misma muestra y el mismo tipo de hidratación unas especies puedan regresar a la vida y otras no? Fácil: algunas son más sensibles”.

Ello hace aún más preocupante el poco conocimiento que se tiene de estos animales: si no todas las especies reviven, ¿cuánta vida microbiana podría estarse perdiendo sin que lo sepamos?

“Nosotros hemos observado que la diversidad y abundancia de tardígrados se ve afectada por el impacto humano —asegura Jazmín García—. En zonas boscosas, pero con disturbios (basura, demasiada gente), no hay tardígrados o hay pocos. Entonces, creemos que existe algún efecto antropogénico, aunque todavía desconocemos cómo funciona”.

Las extinciones de animales microscópicos pueden existir, pero como son poco estudiados tienden a ser ignorados. “Lo más seguro es que la destrucción de hábitats pueda afectar a los tardígrados debido a su poca movilidad: si su hábitat se pierde, no pueden hacer mucho para moverse a uno nuevo”, apunta Wilbert Pérez Pech, estudiante de doctorado en El Colegio de la Frontera Sur, quien se especializa en tardígrados marinos y no colaboró en esta investigación.

Por mucho tiempo se pensó que los tardígrados —y en general, la mayoría de los microorganismos— no tenían patrones de distribución como los animales de mayor tamaño; en cambio, eran cosmopolitas, es decir, estaban en todas partes. Las extinciones, por tanto, no eran algo de qué preocuparse.

Sus ínfimas dimensiones y mecanismos de supervivencia, como la criptobiosis (la suspensión de sus procesos metabólicos), les permitían ser dispersados por el viento u otros seres vivos a través de largas distancias y colonizar prácticamente cualquier rincón del planeta.

Durante años, los tardigradólogos adjudicaron animales encontrados en diferentes continentes a las mismas especies, aportando pruebas a la hipótesis de “todo está en todos lados”.

Sin embargo, a mediados de la década de los 2000, la llegada de la Biología Molecular puso esto en duda. Mediante análisis de ADN se comprobó que algunos animales localizados a miles de kilómetros de distancia pero catalogados como uno mismo eran molecularmente distintos. Se trataba de especies crípticas, poblaciones difíciles de distinguir entre sí.

A diferencia de los insectos y otros organismos, los tardígrados sólo pueden estudiarse a través del microscopio montados en laminillas.

“Su tamaño no te permite abrirlos para ver su anatomía interna” aclara Jazmín. Por ello, para identificar a una especie, quienes los estudian se apoyan en la morfometría tradicional: miden las minúsculas proporciones de sus segmentos, el largo y el ancho de sus patas, sus garras, sus aparatos bucales.

“Identificar especies es un dolor de cabeza”, acepta Alba. Tanto, que incluso para los expertos puede llegar a ser complicado diferenciar a dos tardígrados del mismo género o familia pero de diferentes especies.

Es por ello que hoy se deben realizar no sólo análisis morfológicos para cada organismo: los estudios de ADN son imprescindibles para asignar la especie correcta y evitar confusiones.

Atlas de tardígrados

Este cambio de paradigma también abre la posibilidad de considerar que estos seres microscópicos tengan rangos geográficos limitados o incluso que algunos puedan ser endémicos (que sólo habiten en un sitio).

En abril, el equipo de investigadoras publicó —en conjunto con varios colegas tanto de la UNAM como del IPN— una estrategia para conocer los patrones de distribución de la biodiversidad tardígrada mexicana.

En esencia, están creando un mapa de dónde viven.

Como punto de partida han comenzado a muestrear el Eje Neovolcánico Transversal, una cadena de volcanes que une la Sierra Madre Occidental y la Oriental, y donde se alojan las cumbres más elevadas del país.

El Ajusco, en donde estuvimos colectando, forma parte de dicho macizo. “Los sistemas montañosos contribuyen como corredores de diversidad”, explica el especialista en Ciencias Forestales Francisco Armendáriz Toledano, del IBUNAM. “Por eso son sitios interesantes para conocer la distribución de este grupo y el papel que tuvo México en su diversificación”.

Su objetivo —a diferencia de su objeto de estudio— es gigantesco.  Aunque hasta ahora sólo se conocen menos de un centenar de especies en el país, el grupo calcula que podría albergar casi 300.

“Más de la mitad del territorio mexicano no tiene registros de este filo”, señalan, por lo que el primer gran paso no es otro que muestrear musgo y después caracterizar a las especies que hallen.

Con ello, explica José Juan Flores Martínez, del Laboratorio de Sistemas de Información Geográfica del IBUNAM —quien junto con Enrico Ruiz y Francisco Armendáriz lideran el proyecto de Tardígrados Mexicanos—, planean fundar la Primera Colección Nacional de Tardígrados cuyos registros serán compartidos entre la UNAM y el IPN.

“La idea es investigar a estos organismos, pero también generar una escuela de especialistas”, comenta Flores Martínez.

La empresa es rigurosa. Requerirá de mucho trabajo de campo, subiendo y bajando sierras y deteniéndose a arrancar camas de musgo a cada cierta altura, al igual que Jazmín, José Juan y sus compañeros hicieron durante las más de cinco horas que duró nuestra excursión al Ajusco.

Ya en el laboratorio, Alba y el resto de estudiantes deberán hacer salir a estos diablillos de sus escondites, prepararlos en laminillas y comenzar la complicada tarea de identificar si se trata o no de nuevos registros para México y, con un poco de suerte, alguna nueva especie.

Sus esfuerzos ya han comenzado a dar sus primeros frutos: en 2020 caracterizaron a Minibiotus citlalium sp. nov., un nuevo tardígrado del volcán Iztaccíhuatl cuyo nombre alude a las hermosas figuras en forma de estrella sobre su lomo. Y en estos momentos el equipo se prepara para dar a conocer una segunda especie nunca antes vista.

“Si tuviéramos inventarios de tardígrados completos podríamos avanzar en el estudio de su aplicación como indicadores de calidad de ambientes y en muchas áreas científicas donde se han visto como potencialmente útiles”, considera Pérez Pech respecto a la intención de las investigadoras capitalinas.

Otros usos para los tardígrados son la regeneración de tejidos y la conservación de proteínas en la industria farmacéutica. Alba les ve futuro como indicadores de la salud forestal: “Algunas especies son muy sensibles a la falta de agua. Podríamos ver sus cambios bajo condiciones de sequía”.

Por su parte, Francisco Armendáriz busca encontrar una especie que funcione como modelo para fisiología celular. “Los tardígrados tienen una serie de proteínas que reparan el ADN. Si se logra saber cuáles son y entender su funcionamiento, podría tener aplicaciones biotecnológicas importantes”.

Queda mucho por descubrir sobre los tardígrados mexicanos, pero Alba y Jazmín planean develar sus secretos sin importar en dónde se oculten estos ositos de agua.

También puede gustarte...